Señor lector,
El arte tiene, entre muchas otras, dos cualidades excepcionales: la de empaparse de experiencias ajenas y la de transmutarnos con la misma rapidez que un ojo curioso se apresura en parpadear. Resulta entonces completamente lógico que tantas historias surjan de estos once cuadros exhibidos en museos públicos en la ciudad de Buenos Aires.
En “El nervio óptico”, la escritora y crítica de arte, María Gainza relata de manera minuciosa y sensorial instantes particulares de su vida que quedaron anexados a obras de arte. Estos relatos sirven como excusa para hablar de algo más, porque en las palabras de la autora “uno escribe algo para contar otra cosa”. Así utiliza los fragmentos en su memoria para hablarnos de vidas imaginadas de los artistas responsables de pintar los cuadros que la enamoraron. Nos lleva de Mar del Plata en los ochenta, a París a fines del siglo XIX. Nos transporta en barco de Japón a Londres, a un museo en Nueva York, a una mesa de especialistas en arte siendo plantados en Ginebra. Pero sobre todo nos lleva de recorrido turístico por un Buenos Aires lleno de arte despreciado y desaprovechado por la alta sociedad.
Hablamos de un libro completamente inclasificable. Podría decirse, una posible equivalencia al “cine de autor”. Un diario íntimo afinadísimo que va y viene de la primera a la segunda persona. Está compuesto por once partes que bien podrían ser cuentos o ensayos meticulosos. La realidad se mezcla con la ficción y uno termina por creer que, verdaderamente, Rothko quería hacer de sus cuadros una experiencia similar a la de comer Risotto con vidrio molido. Y que por eso no entrega sus obras al Four Seasons, porque sus comensales nunca se darían por enterados.
Con un humor crudo y honesto esgrime una crítica social al estrato socioeconómico que la vio crecer. Argentinos que piensan que para ver buen arte hay que salir del país, madres que quieren que sus hijas se casen con polistas y amigas que pretenden tener una vida llena de lujos para no afrontar la realidad. De a momentos pareciese que se agarra de esa ironía para no llorar.
Los cuadros de los que habla en el libro son obras olvidadas por el elitismo artístico que sólo considera arte a las obras maestras. Personas que dentro de ese “edificio rosa desteñido” – El museo Nacional de Bellas Artes – solo ven el Picasso, los Pettoruti, el Forner, el Gauguin y los Berni. Y Cándido López mientras queda recluido en un pasillo rojizo, Fujita entre otros cuadros “sin importancia” y el resto en la bóveda del museo.
Hablando de ironía, en su queja sobre el elitismo cultural hace tantas referencias que olvida al que no sabe tanto de arte. Efectivamente, necesitará para leerlo un moderado entendimiento en la materia. En el caso de no saber nada del tema, usted podría sentirse perdido o propenso a resaltar, anotar y buscar toda referencia que se escape a sus memorias. Son tantas que la narrativa se vería constantemente interrumpida y el libro se teñiría de gris.
Sin embargo, Gainza tiene una capacidad extraordinaria para hablar de personas. Atrapa con descripciones altamente visuales y subjetivas de personajes que rellena con su imaginación, como si fuese con enduído, hueco por hueco. Y termina, de alguna manera, hablando de personas como si hablase de cuadros, y hablando de cuadros como si fuese de personas. “Cada vez que me atrae seriamente una pintura, el mismo papelón”, confiesa la voz de esta historia.
Por último, entre tanto arte y tanta vida siempre hay una dosis de muerte. En las páginas de este libro resulta ineludible. Desde la trágica y sorprendente muerte de una amiga, hasta las repetitivas muertes de los canarios del tío Marion. Gainza habla de las pérdidas humanas con total naturalidad, narrando sus vidas para dejarlas eternizadas en papel. Pero con la necesidad de escapar de vez en cuando a las lejanas vidas de artistas excéntricos. “Somos las voces de los muertos”, confirma la narradora en la contestadora de un amigo.
Lo más probable es que cuando usted termine de leer este libro sienta una enorme necesidad de rever todos los cuadros mencionados en él, y de conocer aquellos que se le presentaron como nuevos. Seguro viaje hasta el museo de Bellas Artes y comprenda dos cosas: que, así como los cuadros transmutaron a María Gainza, ahora su libro lo ha transmutado a usted; y que ahora estas obras estarán empapadas de historias ajenas.
Con amor, Coni